La generación Kindle

Se viene oyendo hablar del boom de la autopublicación como la panacea que salvará la lectura: un fenómeno que «democratizará» (en palabras de algunos nuevos escritores) la literatura y que permitirá un acceso sin barreras a todo tipo de contenidos narrativos, aumentando así el número de lectores y acabando con el «monopolio» (de nuevo un término muy utilizado por escritores indies) de las editoriales.

A pesar de que parece que esta visión se impone poco a poco, tengo la impresión de que hay unos actores que se benefician de forma directa —amén de cuantiosa— de todo ello y que se esfuerzan en promover unas ideas que calan en un imaginario colectivo marcado por la escasez de criterios. Si bien las editoriales no han sabido adaptarse (no en todos los casos, pero sí en muchos) al escenario digital, ello no es óbice para señalar las incongruencias de un discurso que no por hegemónico es más real. Me permito, pues, exponer algunas ideas a este respecto.

Censura editorial

Casi siempre asoma en las discusiones, foros y debates sobre el tema de la autopublicación el mantra de la «censura» que las editoriales han ejercido desde los albores de la imprenta hasta hace pocos años; un mantra que, personalmente, encuentro interesado y manipulador. Parece ser que la nueva hornada de autores considera que la industria editorial establecía una barrera de entrada arbitraria, cuando no egoísta, para evitar la llegada de nuevas voces al panorama literario, coartando así la libertad de todo escritor para ver su obra publicada y poder llegar a sus lectores. Aunque sea palmario, creo que es conveniente repasar lo que significa el criterio editorial y cómo su aplicación implica la no publicación de determinadas obras.

Todas las empresas de edición, grandes o pequeñas, se constituyen con una idea más o menos concreta del tipo de textos que quieren publicar. (Puede que sea más sencillo observar esta intención en las editoriales pequeñas o independientes, pero todas definen unas líneas de actuación.) Por definición, la línea editorial persigue la formación de un catálogo coherente, con un mínimo de calidad y con una proyección en el tiempo; como es lógico, y dado que el de la edición es un negocio que también busca el beneficio económico, esa línea puede seguirse con fidelidad o puede verse alterada con la introducción de colecciones, autores o elementos que se alejen de la idea primigenia.

No obstante, para la consecución de ese catálogo que (casi) todo editor tiene en mente al fundar su empresa es fundamental seleccionar las obras que verán la luz. Este hecho implica que habrá textos que no sean del interés de la editorial por diversos motivos: por ejemplo, inadecuación a la línea de publicaciones; o también baja expectativa de ventas (estamos aquí por la pasta, no hay que olvidarlo); o por una imposibilidad de publicación por motivos de agenda; y, muy a menudo, una falta de calidad, por muy subjetivo que resulte este término. El editor, o el consejo editorial, puede considerar que el nivel de cierta obra es bajo y, por lo tanto, rechazar su publicación. Como en cualquier proceso de selección, aquí entran en juego diversos factores, pero ninguno es achacable a la «censura».

La segunda acepción que da la RAE para «censura» es: 2. f. Dictamen que se emitía acerca de una obra. Sin embargo, cuando se alude a ello por parte de los nuevos autores me da la impresión de que nos acogemos a una definición que sugiere la renuencia por parte del editor a publicar algo por motivos arbitrarios, cuando no egoístas (supongo que con la intención de evitar que grandes obras vean la luz). Dudo mucho que un editor tenga aviesas intenciones con respecto a autores noveles o primerizos; lo que creo es que el rechazo viene fundamentado por una serie de consideraciones que no por subjetivas son menos válidas. Que esas consideraciones no sirvan de consuelo al autor es lícito; pero que se atribuya una mala intención al conjunto de la industria editorial es algo muy diferente.

De la misma forma que un escritor elige la forma en la que va a narrar una historia (un tono, un estilo, una voz…), un editor elige qué historias quiere que formen parte de su catálogo. Ambos pueden equivocarse, pero (al menos en principio) no se puede achacar perfidia a la toma de esas decisiones. Por lo tanto, acusar de censor a un profesional que está ejerciendo su labor de la mejor o más apropiada forma posible es maledicente; de hecho, tras esa acusación se intuye la equivocada percepción de que cualquier obra, por el mero hecho de existir, debe ser valorada, difundida y promocionada.

Democratizar la literatura

La literatura es democrática porque la lectura es democrática. Pese a que se vea al editor como un obstáculo, lo cierto es que casi todas las grandes obras de la historia del libro han llegado hasta nosotros en condiciones óptimas gracias a la labor de profesionales que amaban su oficio y se preocupaban de que los textos fuesen los mejores posibles. Y eso incluye toda una variedad de estilos, géneros, voces y autores: eso parece una buena muestra de democracia literaria.

Se suele esgrimir como argumento contra las editoriales los grandes éxitos de venta y público que se rechazaron en alguna ocasión: Harry Potter, La conjura de los necios, etc. De lo que no se suele hablar es de los muchos hallazgos que se han dado gracias a la intuición y confianza que algún editor puso en un autor desconocido, inseguro, renuente o poco valorado por los lectores. Tampoco se habla del empeño que muchos profesionales han puesto en revisar y aquilatar obras que, tal vez de otra forma, hubieran quedado relegadas al olvido, o no hubieran alcanzado el grado de excelencia que les atribuimos hogaño. Piensen en Kurt Wolff, en Michael Korda o en Gaston Gallimard, entre otros muchos.

La democratización de la literatura no tiene nada que ver con el hecho de que cualquiera con un manuscrito bajo el brazo pueda ver su libro distribuido (ya sea online o en librerías físicas); eso es una consecuencia directa del negocio que determinados proveedores o distribuidores llevan a cabo para beneficio propio (y añadiría que jugando con las expectativas de mucha gente, pero eso es discutible). Si el término «democracia» se puede aplicar al mundo del libro debería centrarse en la posibilidad de que un lector cualquiera tenga acceso a una pluralidad de géneros y a textos con calidad; no solo me refiero a calidad subjetiva, sino a calidad percibida. El trabajo de una serie de profesionales que han velado por que el libro que leemos haya llegado a nuestras manos en las mejores condiciones posibles: revisado, enmendado (si hace falta), corregido y diseñado.

En pocas palabras: el que haya gente que quiere escribir no significa que sus textos merezcan ser leídos. Es así de sencillo. La calidad es subjetiva y depende de percepciones individuales, pero todos estamos de acuerdo en que el arte conlleva un mínimo de talento, de dedicación, de esfuerzo, de ambición, de riesgo: elementos que no se dan en todos nosotros y que, por suerte o por desgracia, tampoco se dan en muchas obras que ven la luz. Es cierto que los editores son falibles, como personas que son, y cuyos criterios pueden ser cuestionables; pero no es menos cierto que existen muchos profesionales que ofrecen la posibilidad de confiar en sus selecciones como garantía de que los textos que llegan a nuestras manos han pasado por un proceso que otorga calidad.

Como bien expone Evgeny Morozov en su ensayo La locura del solucionismo tecnológico:

No se explica por qué [el hecho de que el top de Amazon esté repleto de libros que autores autopublicados] constituye un logro que debe celebrarse y se asume que es algo obvio, como si el método de producción de un libro tuviera la misma importancia que la calidad de sus ideas. ¿Cuántos libros de los que integran la lista de éxitos del Kindle se leerán de aquí a veinte años? 1

Para rematar un poco más adelante:

Si uno piensa que el objetivo de la literatura es maximizar el bienestar de los memes y garantizar la satisfacción de todos los lectores (cómo no estarían satisfechos si los libros que leen reflejan sus inclinaciones y preferencias subconscientes), entonces es correcto considerar a Amazon el salvador de la literatura. Pero si uno cree que algunas ideas son peores que otras […] y que uno de los objetivos de la literatura es desafiar y aniquilar, no solo apaciguar y aumentar, entonces no hay mucho que festejar en ese mundo de fantasía de Amazon exento de mediadores.2

El negocio de la autopublicación

Aunque se atribuye a las editoriales un afán crematístico voraz, es evidente que el negocio detrás del boom de la autopublicación es boyante. Ese negocio se fomenta por parte de empresas que se dedican a vender productos, ya sean estos culturales, alimentarios, tecnológicos o lo que pueda venir; obviamente, estas empresas desarrollan sus modelos de negocio dentro de un ecosistema capitalista, por lo cual sus proyectos son lógicos y coherentes.

No obstante, no se puede pasar por alto el volumen de negocio que se ha generado con esta explosión de autores; y es que las principales beneficiadas de esta tendencia son, por supuesto, las empresas que se dedican a la distribución y venta de los libros autopublicados. Son muy conocidas las historias acerca de escritores que venden millones de ejemplares de su primera novela gracias al boca-a-boca y a su intensa labor de promoción; pero tras esas escasas historias de éxito también están los cientos de miles de escritores que apenas venden unas docenas de ejemplares. Sin embargo, la empresa que los comercializa siempre sale ganando; y no olvidemos que el desarrollo del negocio se basa en que exista una enorme masa de usuarios (escritores) que generan el grueso de los beneficios.

Por una parte, esta facilidad para la puesta en circulación de textos otorga una libertad nunca vista a los autores noveles: ciertamente, hoy día existe la opción de publicar un libro por cuenta propia y generar ingresos, amén de reconocimiento. Por otro lado, no hay que obviar el hecho de que sigue siendo muy difícil (si es que no lo es más) destacar entre esta gran cantidad de obras y autores. Un autor que decida autopublicarse se «ahorrará» la supuesta censura editorial y optará a unas ganancias mayores; a cambios, no solo deberá afrontar en solitario la labor de edición de su obra (si lo hace), sino que también deberá encargarse de la promoción.

Es verdad que algunas editoriales tampoco llevan a cabo un trabajo exhaustivo en lo que se refiere a ese último punto. Sin embargo, y sin disculpar ese hecho, hay que reconocer que la labor de marketing o promoción de una editorial se debe valorar en su conjunto: en muchas ocasiones se tiene en cuenta el prestigio o la trayectoria de una editorial a la hora de elegir un título. Puede que la promoción para un título concreto sea escasa, pero existe una suerte de promoción genérica por parte de la empresa editorial que puede ayudar a que un texto destaque sobre otros.

En todo caso, no debemos olvidar que la supuesta libertad que ofrecen las empresas de distribución y venta de libros como Amazon o Google es cuestionable: a cargo del escritor estará la edición y promoción de su libro. Un trabajo que, como cualquier profesional sabe, conlleva un esfuerzo considerable.

Bibliodiversidad y uniformidad

El problema con la ausencia de criterios editoriales es que la «mano invisible» del mercado hace que la visibilidad de ciertos títulos sea casi nula, frente a la sobreexposición de otros. El auge de determinadas temáticas o géneros hace que una parte importante de la producción editorial se centre en ellos, provocando así una atención desmedida —por parte de medios, prescriptores e incluso lectores— hacia un porcentaje cuantitativamente escaso de obras.

Por supuesto, este problema no se da solo en el entorno digital, ya que en las librerías físicas también se privilegia lo que «está de moda» o lo que mejor se vende frente a títulos minoritarios. No obstante, la posibilidad de descubrir estos otros textos es mucho más sencilla, en tanto la experiencia de usuario en una librería física propicia el ojeo y favorece el descubrimiento fortuito de títulos.

Es evidente que el interés de las empresas como Amazon en que se mantenga la mayor diversidad literaria posible es inexistente; con toda justicia, y como empresa, su interés es hacer negocio. No hay nada criticable en este sentido, de igual manera que tampoco se puede criticar a los escritores que se adhieren a modas o tendencias para aprovecharlas y sacar partido en forma de ventas o repercusión. El hecho de que existan tops de libros más vendidos, listas de autores famosos o novelas que se venden como churros por razones casi desconocidas es algo inherente al mundo editorial; incluso, por extensión, al mundo cultural.

Como bien expone la socióloga Nancy Hanrahan:

No es solo la participación sino también los términos de la participación los que deben tenerse en cuenta. Si una mayor participación en la cultura a través de las tecnologías digitales y las estructuras de red en las que se hallan insertas favorece al mercado, desalienta la innovación artística o puede comprarse a costa de la reflexión crítica sobre el arte, ¿con qué argumentos puede considerarse democrática? 3

Es ahí donde la labor de algunos editores es fundamental. Descubrir o publicar obras cuyas características coinciden con las tendencias del mercado es relativamente sencillo; apostar por géneros minoritarios, por estilos arriesgados, por temas desusados y por voces incómodas es muy difícil. Y esa labor es que la que hay que reivindicar, valorar y promover.


A modo de colofón habría que añadir que la autopublicación no representa por sí misma ninguna amenaza para el ecosistema editorial. Siempre hay cambios que hay que afrontar y el dinamismo tecnológico así lo exige, quizá hoy más deprisa que hace unos años, pero eso forma parte del reto del editor ante un público cambiante y (suponemos) exigente.

El problema se presenta cuando actores con intereses particulares tratan de mediar y crear demandas artificiales (de objetos, de deseos o de ideas) con fines únicamente lucrativos. Creo que no deberíamos caer en esa trampa y, como profesionales del mundo de la edición, defender la labor que todos realizamos: imprescindible (según mi humilde punto de vista) para el devenir de la literatura y su diversidad. Imprescindible para nuestra formación cultural.

  1. Morozov, Evgeny, 2015, La locura del solucionismo tecnológico, Madrid: Clave Intelectual y Katz, pág. 192. ↩︎
  2. Morozov, Evgeny, 2015, La locura del solucionismo tecnológico, Madrid: Clave Intelectual y Katz, pág. 199. ↩︎
  3. Citada en Morozov, Evgeny, 2015, La locura del solucionismo tecnológico, Madrid: Clave Intelectual y Katz, pág. 205. ↩︎

2 Comentarios

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  • 03/12/2015 en 10:17

    Viendo los casos de éxito de los que se autoeditan (tal como señalas, un porcentaje pequeño en comparación con el conjunto los que se autopublican, pero es una cantidad nada desdeñable), habría que preguntarse también por qué les interesa más autoeditarse que hacerlo bajo un sello. No hay conflictos de derechos, uno decide qué quiere distribuir y en qué momento, y las liquidaciones son completamente transparentes. Obtienen beneficios porque cuentan con un público lector al que le interesa lo que publican y ellos se encargan de mimarlo mucho más que algunas grandes casas.

    En cuanto a la bibliodiversidad, es muy difícil apostar por títulos arriesgados de los que no se sabe si se va a conseguir algún retorno de la inversión, ni de forma directa ni indirecta. A falta de una ley de Patrocinio y Mecenazgo, una buena idea podría ser el micromecenazco asociado a una casa editorial.

  • 04/12/2015 en 18:00

    Bravo Emiliano, me ha venido al pelo tu artículo para rebatir ciertas ideas del los bibliotecarios que, como se quedan sin usuarios, gracias al los préstamos digitales…. se preocupan por redefinir sus funciones y le ha han echado el ojo a la edición. Gracias por los argumento.

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