Vivimos una era dorada de creación y emprendimiento: por doquier recibimos mensajes positivos de lo necesaria que es la creatividad tanto en nuestros «proyectos personales» (en castellano pedestre: «vida») como en nuestras aventuras profesionales (porque el trabajo ya no es una obligación, amigos: es una aventura). Y, sin embargo, en el contexto editorial vemos que la atención al detalle se ha perdido en favor de una obstinada preocupación por el marketing y las ventas; elementos capitales, por supuesto, pero que desde un punto de vista práctico deberían ser secundarios: para comercializar un producto deberíamos (ingenuo de mí) haber confeccionado el mejor posible.
Detalles, benditos detalles
Al igual que en literatura un elemento minúsculo puede marcar la diferencia entre una abominación y una obra de arte, en diseño la atención al detalle puede significar un trabajo primoroso o un desastre. No solo me refiero a los aspectos externos, tales como la encuadernación de un libro o su diseño de cubierta, sino también a los aspectos internos, menos perceptibles para los legos en la materia, pero importantes en el proceso de lectura: legibilidad, tipografía, composición, coherencia estética, etc.
El diseño editorial debería ser concebido como una disciplina clave para comunicar los valores de una empresa (una editorial, en este caso), para formar una línea reconocible que relacione al usuario o comprador final (el lector) con el productor. Odio utilizar estos términos utilitaristas, pero en esencia de lo que se trata es de que el diseño no solo contribuye a crear una identidad estética (algo que, en mi opinión, es clave en este negocio), sino que puede marcar una importante diferencia a nivel de ventas.
El cuidado de los elementos menos evidentes (los «benditos detalles» de los que hablaba Nabokov) puede hacer que una editorial sobresalga del resto y cree una imagen de calidad, perdurable y respetada. Sí, puede sonar ingenuo, pero la labor de un editor debería ser precisamente esa: distinguirse de otros gracias a los títulos que elige publicar, la visión del diseño que aplica a cada uno de ellos y el cuidado que pone en su realización.
Enséñame la pasta
Es difícil cuantificar en términos crematísticos el resultado de una inversión en diseño editorial. Indudablemente, la visibilidad en estos tiempos de redes sociales es mayor, aunque suele circunscribirse al trabajo de cubiertas, como en la imagen anterior; al menos en este sentido, la exposición de una editorial, o colección, puede ser altísima dado el intenso tráfico digital que puede suscitar su difusión. En todo caso, la elección de un lector al elegir un libro (sobre todo en formato impreso si tiene la oportunidad de manejarlo en una librería, pero también es aplicable —aunque con salvedades— a las ediciones digitales, muy descuidadas hoy por hoy) viene determinada por los detalles visibles que examina en poco tiempo: desde la imagen de la cubierta, los colores empleados, la organización y jerarquía interiores, la línea gráfica…; todo ello se evalúa, incluso de manera inconsciente, e influye en el proceso de elección.
El resultado en cuestión de ventas, como es lógico, puede ser harina de otro costal. No obstante, no se puede perder de vista el hecho de que una editorial con una buena imagen de marca (que, repito, no se refiere exclusivamente a una ilustración de portada, sino a un intenso trabajo tanto externo como interno por parte de un equipo de profesionales) tiene una ventaja cualitativa frente a proyectos que privilegian el lucro inmediato frente a la construcción de un catálogo interesante. En ese grupo se pueden englobar muchas editoriales dedicadas a la publicación de autores noveles, o incluso a una engañosa y mal llamada coedición, pero también a sellos que apuestan por una serie de títulos que puedan reportar beneficios concretos o puntuales, sin dedicar tiempo ni dinero a la edición cuidadosa y la vertebración de una imagen coherente.
Supongo que es ingenuo seguir pensando que una editorial del siglo XXI debe preocuparse más por la elaboración de un proyecto a largo plazo, atractivo y planificado, que por una cuenta de resultados. Pero no lo es tanto si tenemos en cuenta que históricamente la edición no ha sido una actividad que haya arrojado beneficios millonarios; puede que la burbuja de las últimas décadas haya llenado algunos bolsillos, aunque siempre a costa del vaciado de otros tantos.
Invertir en calidad
La inversión en términos empresariales no suele ser a fondo perdido, por más que la cultura en este país no tenga esa idea muy interiorizada. En el caso del mundo editorial, esa inversión tiene una parte importante que debe asignarse al diseño del producto; repito, una vez más, que ese proceso de diseño involucra a varios profesionales y que engloba desde los aspectos externos hasta los internos. Ninguno de ellos ha de ser descuidado y todos revisten una gran importancia para el producto final; de hecho, dependiendo de la editorial y el título algunos de esos aspectos son capitales.
La calidad es un requisito imprescindible en el mundo editorial. Indispensable. El hecho de que en los últimos años se haya supeditado a los resultados de ventas es un obstáculo a vencer y que debería hacer reaccionar a todos los profesionales del gremio. La precariedad y la externalización no han hecho sino depauperar los procesos editoriales, afectando en particular a estos elementos, que solo suelen tenerse en cuenta en casos muy concretos y con fines estrictamente comerciales.
Quizás, como casi siempre, falte un compromiso serio y real por parte de los interesados (pienso en tipógrafos, en ilustradores, en diseñadores, pero también en correctores, traductores e incluso editores) para reivindicar el valor del diseño editorial en el contexto del mundo del libro. Un valor intangible, pero esencial para comprender un universo que no se mueve solo por el sonido de las monedas…
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