Edición vs. publicación

Hace unas semanas participé en una mesa redonda en la feria Liber que se inscribía dentro de un taller de autoedición, junto a Jaume Balmes y moderados por Paula Corroto. Aunque conocedor del contexto de la charla y de las expectativas que podía suscitar, me preocupó el nivel de desconocimiento que rodea a estas cuestiones y que parece haberse convertido en habitual al tratar el tema de la autopublicación. Por desgracia, la deriva hacia la ausencia de profesionalidad y el deterioro de los flujos de trabajo editoriales no es nueva, aunque la llegada del libro electrónico y de los nuevos actores digitales ha propiciado una precarización (de trabajadores y de procesos) aún más rápida.

Sin embargo, este deterioro laboral no es óbice para exigir(nos) un producto final de calidad. Que los editores (o, en menor medida —en tanto detentan menos responsabilidad que aquellos—, el resto de profesionales implicados en la cadena del libro) obvien su función es censurable; pero que los autores, responsables de la «criatura» y supuestamente interesados en su difusión, no se impliquen en los procesos de gestación y sean los primeros en demandar un resultado lo más exigente posible, es incomprensible. Escuchar a un autor primerizo preguntando que si es suficiente con pasar el corrector de Word para «editar» una novela debería hacernos pensar (y me refiero a todos los participantes del universo editorial) en lo que se ha hecho mal y en la ausencia de pedagogía al respecto de los procesos que hay tras la creación de un libro.

Editar no es publicar

Que editar no es publicar puede parecer una perogrullada, pero a fecha de hoy parece necesario incidir en el hecho de que no son lo mismo. Editar implica realizar toda una serie de tareas con el objetivo de que un manuscrito se convierta en un texto final con la mejor calidad posible: esas tareas pueden ir desde una lectura profesional hasta una corrección técnica (en el caso de libros electrónicos), con muchas otras de por medio.

John Pettigrew lo enuncia así en su artículo «Why the End of Editors in Digital Publishing is a Mistake»:

As the amount of content (on the web, in print, wherever) increases relentlessly, and the price of that content trends ever downwards, what do publishers offer their readers?

Readers come to publishers for a reliable source of content they need or enjoy. That’s what ‘brand’ means for a publisher.

Silvia Senz explica estas labores en su entrada «Procesos, tareas y profesionales de la edición de textos», un texto impecable en tanto jerarquiza y explica todos los procesos que envuelven la creación de un libro.

Así pues, lo que realmente aporta valor a la edición de un texto es la cadena completa de tareas que se ejecutan para transformar un documento en bruto (por muy «repasado» que se presente por parte del autor) en un producto de calidad que reúna todas las características adecuadas para su difusión. Unas tareas que en absoluto puede acometer una sola persona, por muy preparada que esté, y que aseguran (en el supuesto de que sean realizadas por profesionales capacitados y se lleven a cabo con las garantías adecuadas) que el resultado sea un libro de excelente factura, tanto en su contenido como en su forma.

La metáfora del papel grapado

Jaume Balmes utiliza una comparación recurrente cuando habla del estado de la edición digital (y la usa desde hace años, lo cual puede dar una idea de lo poco que se ha avanzado en este terreno): la calidad del 90% de los ebooks que se hacen en la actualidad es tan baja que sería comparable a tratar de vender un documento de Word impreso y grapado como si de un libro se tratase.

Es posible que un neófito no llegue a entender (tal vez incluso a percibir) las diferencias entre un texto final que ha pasado por unos procesos de edición profesionales y otro sin revisar. Sin embargo, los que trabajamos en el sector deberíamos apreciar esas diferencias, evitar los errores y tratar de defender la excelencia como elemento inherente al oficio de editar.

En la celebración del día W3C en Madrid el pasado 14 de octubre se habló sobre la importancia de una edición digital de calidad. Y entre los muchos puntos interesantes que salieron a colación se aludió a que el abaratamiento de los costes era una consecuencia secundaria de la adopción de flujos de trabajo digitales, pero no un fin en sí mismo. Si los propios actores de la cadena de producción del libro no entienden esto, poco se puede hacer para obtener textos de calidad.

La burbuja de la autopublicación

Puede que sea exagerado afirmar que existe una burbuja de la autopublicación; personalmente opino que así es, aunque casi todos los analistas coincidan en señalar que es la tendencia que marcará el futuro de la edición. En cualquier caso (se puede polemizar en los comentarios todo lo que se quiera… 😛), lo que sí tengo por seguro es que el boom que ha experimentado este fenómeno ha sido promovido, alentado y gestionado por los grandes actores digitales, léase: Apple, Google y, sobre todo, Amazon. Trataré de ello en una próxima entrada.

Que los autores noveles han visto crecer las posibilidades de difusión de su obra gracias a la autopublicación es cierto, sí. (Otra cuestión es la —cada vez más baja— consideración que tienen los editores, que tal vez me arriesgue a comentar otro día.) Pero que nadie dude de que el beneficio que una empresa como Amazon extrae de los millones de escritores primerizos que deciden autopublicarse es inmenso.

Por lo tanto, parece evidente que hay un interés por parte de los grandes actores/distribuidores/comercializadores en difuminar la (de por sí, por desgracia) delgada línea que separa actualmente la mera publicación de la edición. Siendo así, no es extraño que se produzcan malentendidos y que no se ponga en valor el trabajo de los profesionales que conforman la industria del libro.

Pedagogía de la edición

Es posible que haya faltado mucha pedagogía a la hora de explicar y mostrar el porqué de la necesidad de un trabajo concienzudo en la realización de un libro. Indudablemente, la caída de los índices de lectura que sufrimos desde hace años no ayuda a que el público valore la labor que se oculta tras una producción cultural; pero además no se ha incidido en el buen hacer desde los púlpitos que la industria editorial ha tenido y tiene a su disposición.

Se da por hecho que con la llegada de los procesos digitales se ha de abaratar el precio final; es posible, desde luego, pero eso no implica necesariamente que la cadena de valor desaparezca y que el amateurismo rampante tome las riendas de la situación. Creo que es necesario informar a la gente del papel que juegan traductores, correctores, maquetadores, revisores, editores o diseñadores en la construcción de un texto: el valor que pueden aportar, como bien señala Alexis Radcliff en un artículo en Medium sobre autores indies:

Paying for professional freelance editing correlates with higher earnings.

Paying for professional graphic design correlates with higher earnings.

Es necesario, quizá más nunca, revalorizar el proceso artesanal de la creación/edición/publicación de un libro; decir en voz alta el valor añadido que un trabajo profesional aporta para que la experiencia del usuario final, es decir, el lector, sea lo más gratificante posible. Es algo que con los libros impresos se hacía muy evidente (aunque se minusvaloró con los años), pero con la llegada de los ebooks se ha convertido en imprescindible. Los integrantes del universo editorial no pueden (no podemos) permitir que se difumine sin más la frontera entre el DIY más interesado y la labor cuidadosa de unos profesionales que casi siempre se han movido por un sincero amor por su trabajo.

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